martes, 22 de diciembre de 2020

Las dos Daysi


  Una era mulata bien formada y con cabello casi lacio, el cual peinaba con esmero en un moño, o una cola adornada con hebillas o cintas, la otra blanca de ojos bien definidos y pestañas largas. Las dos siempre vestían elegantes y olían a perfume de rosas, usaban zapatos altos y adornaban su vestuario con aretes, argollas, collares y pulsas, algo que siempre quise imitar.

  La Daysi maestra de pre-escolar tocaba el piano como un ángel, nos enseñaba colores, figuras, a rasgar papeles y a controlar los músculos para la futura escritura, mediante el dibujo de círculos, óvalos o rectángulos, también salía por la puerta trasera del aula, siempre limpia y ventilada, para contemplar al esposo jugar pelota en el terrenito contiguo a la escuela Enrique Hart, en el Central España Republicana.

  Tenía ella dos hijos, que eran casi contemporáneos a sus alumnos que se iniciaban en las tareas escolares, solía cantarnos en las tardes aquellas piezas infantiles de moda, las que más tarde me sirvieron para arropar a mis hijos.

  A esta Daysi le debo mis primeras letras, y le agradezco su paciencia ante una niña que llegó a pre-escolar leyendo la lámina colgada en la puerta que mostraba a un flamante gallo de pico dorado y cresta inmensa y un cartel que leí al instante de sentarme en el pequeño pupitre “El gallo corre”.

  Infinito cariño por esta maestra, la primera, la de siempre, a quien vi a veces sistemáticamente y otras no tanto, cuando crecí fuimos compañeras en una comisión de industrias en el Poder Popular del municipio de Perico, y lloré cuando supe de su partida, antes de tiempo de este mundo.

  La otra Daysi, la de cuarto grado, la directora de la escuela Tamara Bunker, cuando ya casi concluía la enseñanza primaria, la que incentivaba la lectura no por casualidad, con intención, la que hablaba de Martí con devoción, la que me acercó por primera vez al Che Guevara como un ser humano y un guerrillero, ese que lamento no haber visto nunca, y con el que sueño todos los días.

  Esta Daysi me empujó al periodismo, elogiaba aquellas composiciones que redactaba de un tirón y que después supe que eran crónicas, claro, escritas por una niña en  cuarto, quinto o sexto grado, textos que describían la molienda del central o un paseo a Viñales, los mogotes y las multicolores orquídeas de Soroa, entonces en Pinar del Río.

  Ella recomendaba libros, narraba historias y hablaba con voz de trueno cuando algún muchacho del aula hacía travesuras; pero estaba siempre atenta a los detalles, la ortografía, contaba la historia y sus pasajes apasionada e instaba a investigar para aprender, en aquellos tiempos no habían computadoras y de puño y letra sus alumnos entregaban las tareas, muchas iban al mural del aula y nos sentíamos felices porque “la maestra” sabía reconocer a quienes se esmeraban.

  También tuvo dos hijos, y un día la vi partir hacia otro sitio, lejos, nunca más la he visto, solo y gracias a las redes sociales mantenemos el vínculo, el que no puede fragmentar ni la distancia, ni el tiempo, dice que siempre fui su “niña” y le agradezco.

  Claro que tuve otros maestros y maestras, buenos, inteligentes, que complementaron conocimientos. Los de la universidad dejaron también rastros en sus libros o conferencias que todavía consulto para llevar a mis alumnos lo que aprendí por voluntad propia, pues nadie me obligó a ser periodista.

  Pero las dos Daysi siguen conduciendo mi destino, junto a mi madre, la maestra mayor que he tenido.