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En la acera, frente a la otrora casa de Yosvani quedaron para | siempre los nombres grabados en el cemento |
A Yosvani, que desde algún lugar del universo me sonríe...
Una
noche de noviembre, no importa cuándo exactamente, se fue al mar. Después de
intentar abandonar Cuba una decena de ocasiones, esta vez creyó sentirse
realizado.
Con
un numeroso grupo, entre los que se encontraban otros jóvenes, mujeres y niños,
confió en personas inescrupulosas que por tal de ganar dinero, subieron a una
lancha de paseo a muchos más seres humanos de los que en realidad soportaba la
embarcación.
Todavía,
a pesar de que transcurrió el tiempo, hay familiares de aquellos náufragos que
no desmayan en averiguar. Las autoridades los declararon desaparecidos en alta
mar, y nadie sabe cómo ocurrió el desenlace de más de 30 seres en una lancha
donde solo había capacidad para ocho.
Yosvani
era un joven querido por su familia y por sus amigos. Jodedor y dicharachero,
con oficio de chofer, trabajo todo el año, novias, una moto para pasear y el
don de sonreír siempre.
Tal
vez demasiado consentido por sus padres, o carente de una orientación correcta,
se empecinó en irse de la Isla detrás de los cantos de sirena. No significaron
nada las alertas de algunos amigos para que no cometiera la locura de abordar
ilegalmente un navío. Era también de esas personas obcecadas que no razonan
ante argumentos contundentes.
Muchos
cubanos perdieron la vida en el intento de cruzar el estrecho de la Florida,
pero como dice el viejo refrán: “Nadie escarmienta por cabeza ajena”.
Los
padres en desafortunadas oportunidades tratan de sobreproteger a sus hijos sin
evaluar consecuencias. Tal fue el caso de Yosvani.
Nunca
fue a la escuela en el campo porque la madre se encargó, desde que pudo, en
armar un expediente médico que demostrara que el muchachito se orinaba en la
cama. Así tampoco acudió como la mayoría de los varones al servicio militar;
aunque sus sábanas dejaron de mojarse apenas cumplió el primer año de vida.
Yosvani
creció al amparo de su madre, con el consentimiento de su padre, quienes
después no tuvieron fuerzas ni razones para impedirle que cometiera la locura
inmensa de embarcarse en una lancha y lanzarse a alta mar en busca del sueño
que le costó la vida.
Desde
que Bárbara María conoció de lo acontecido la fatídica noche de noviembre,
incansable rastreó noticias; pero la realidad fue cruel. Más de 30 personas
desaparecidas en el mar, que luego de la intensa búsqueda, no dieron señales de
vida alguna en la inmensidad del estrecho floridano.
Muchas
opiniones y pocas respuestas. La madre dejó este mundo un tiempo después y el
padre no recuperó nunca ni la alegría, ni el sosiego, hasta que también cerró
los ojos definitivamente.
En
la distancia, Bárbara María prefiere recordarle dando vueltas en la bicicleta
por las calles angostas del ingenio, o el día aquel en que ella celebraba sus
15 años, y él, que no levantaba aún tres cuartas del piso, la vio salir con el
vestido blanco de fino encaje y holganza, y con sus preciosos ojos de largas
pestañas le dijo admirado: ¡Ay, Tata, pareces una mariposita!
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